En los años de la posguerra española, la escasez se notaba en todas las clases sociales, había que buscar la manera de sobrevivir, y los trabajadores ferroviarios no eran la excepción.
El señor Miguel, abuelo de mi amiga Laura, que en la actualidad tiene 88 años, cuenta que en el año 1952 trabajaba en el taller de calderería del Depósito de máquinas de Monforte. Allí calentaban las briquetas de carbón para convertirlo en carbonilla y así poder llevarlo para casa con la apariencia de legalidad, ya que había que pasar los fríos inviernos monfortinos y la economía familiar no era suficiente para comprar carbón.
Un día llenó la cesta que utilizaba para llevar el desayuno con la carbonilla que había hecho aquella mañana; la ató como siempre en el portaequipajes de su bicicleta, con la goma preparada por él con la junta que se utiliazaba en los tambores del vapor de las locomotoras de carbón. Salió con los demás compañeros que, al igual que él, también llevaban carbonilla y con uno que había guardado entre sus ropas una briqueta de carbón. Aquel día los esperaba el guarda jurado de la empresa a la altura de la Plaza de la Estación. Cuando llegó allí, el Sr. Miguel fue parado por el guarda que le preguntó si llevaba carbón, a lo que respondió que sólo era carbonilla: le obligó a esparcirla por el suelo para comprobar que no transportaba carbón y aún así los denunció a él a a otros dos que lo acompañaban.
El señor que llevaba carbón entre las ropas aún no había llegado a la Plaza, ya que iba caminando. Vio de lejos al guarda jurado que estaba entretenido con los que había parado, le dio un golpe con el martillo a la briqueta y fue soltando al suelo los trozos de carbón que llevaba entre la ropa, por lo que, cuando llegó a la altura de los demás, ya lo había descargado todo y siguió su camino.
Pocos días después, el Sr. Miguel tuvo que ir al juzgado a pagar la multa que le había sido impuesta: 50 pesetas, cuando entonces se ganaban diariamente 14.
Aquel guardia que los había denunciado, como todos los ferrovairios que lo tenían a su alcance, también cogía carbonilla, aunque con el visto bueno de los jefes, que miraban para otro lado.
Pasado un tiempo, reconoció su error, aunque no se lo dijo a ellos personalmente.
Por Cristian Garza, 1º BAC
El señor Miguel, abuelo de mi amiga Laura, que en la actualidad tiene 88 años, cuenta que en el año 1952 trabajaba en el taller de calderería del Depósito de máquinas de Monforte. Allí calentaban las briquetas de carbón para convertirlo en carbonilla y así poder llevarlo para casa con la apariencia de legalidad, ya que había que pasar los fríos inviernos monfortinos y la economía familiar no era suficiente para comprar carbón.
Un día llenó la cesta que utilizaba para llevar el desayuno con la carbonilla que había hecho aquella mañana; la ató como siempre en el portaequipajes de su bicicleta, con la goma preparada por él con la junta que se utiliazaba en los tambores del vapor de las locomotoras de carbón. Salió con los demás compañeros que, al igual que él, también llevaban carbonilla y con uno que había guardado entre sus ropas una briqueta de carbón. Aquel día los esperaba el guarda jurado de la empresa a la altura de la Plaza de la Estación. Cuando llegó allí, el Sr. Miguel fue parado por el guarda que le preguntó si llevaba carbón, a lo que respondió que sólo era carbonilla: le obligó a esparcirla por el suelo para comprobar que no transportaba carbón y aún así los denunció a él a a otros dos que lo acompañaban.
El señor que llevaba carbón entre las ropas aún no había llegado a la Plaza, ya que iba caminando. Vio de lejos al guarda jurado que estaba entretenido con los que había parado, le dio un golpe con el martillo a la briqueta y fue soltando al suelo los trozos de carbón que llevaba entre la ropa, por lo que, cuando llegó a la altura de los demás, ya lo había descargado todo y siguió su camino.
Pocos días después, el Sr. Miguel tuvo que ir al juzgado a pagar la multa que le había sido impuesta: 50 pesetas, cuando entonces se ganaban diariamente 14.
Aquel guardia que los había denunciado, como todos los ferrovairios que lo tenían a su alcance, también cogía carbonilla, aunque con el visto bueno de los jefes, que miraban para otro lado.
Pasado un tiempo, reconoció su error, aunque no se lo dijo a ellos personalmente.
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